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Ventana sin cristal

Callejón

Callejón


Carlos Sánchez


Veo a lo lejos la entrada del callejón. El tobillo izquierdo está hecho una curva que impide unir el pie con la pierna. Me faltan diez, doce metros.

La cerveza moja mis labios. En el reflejo de la botella están mis ojos. Los veo en el pasado y cuántas miradas atraparon. Mi madre es responsable porque según ella lo dijo a broma, pero fue una sentencia que le salió del alma: Hay Martina, estás condenada para desgraciar vidas, y la tuya de paso.

Tal vez no recuerdo la piel de mi rostro cuando dicen fue bella. Las palabras de mi padre mientras me gritaba en su reclamo, son ahora la historia aprendida que me hace saber lo que fui.

Tuve una cantimplora en la que llevaba agua de moras a mis clases de costura. La abuela siempre supo que es mejor apagar la sed y luego dominar el hambre: Porque si las dos se juntan, ahí sí está canijo aguantar.

Jugar a la bebeleche, deshacer mis trenzas, trepar los eucaliptos, trampear a la carreta en movimiento. Las muñecas permanecieron en el rincón. Ese era juego de niñas. Yo siempre fui una giganta.

En mis uñas se hunde la tierra. Mis ojos continúan en el cristal oscuro de la botella. La cerveza moja mi garganta. Faltan ocho, siete metros. El callejón me convoca con su silencio.

Mi hermano el Pequeño perdió su aliento cuando mi tío José domaba a la dama. Mi hermano el Pequeño no supo que es de hermanos amarse. Mi madre quedó tirada con su aliento seco. Mi tío en su posición de lagartija, levantando su mirada y escondiendo las palabras, miró a mi hermano. Nunca se lo dijo a mi padre. Mi hermano el Pequeño se ha ido con la voz atorada en el pecho.

En el reflejo de la botella están mis labios. Los miro ahora moviéndose para dar ritmo a una canción que nace de mi voz. Semana Santa no era sino el pretexto para treparme al quiosco de la plaza y cantar por unas monedas los corridos que mi primo Aurelio componía.

Que hermosa estuviste Martina. Qué bien moviendo las enaguas. La trenza que bailaba al ritmo de la acordeón.

Luego de los comentarios contábamos las monedas que servían para llenar el ánfora de mezcal y seguir mis padres, hermanos, tíos, con el tono del alcohol en días santos.

Encajo mis uñas en mi cráneo. Siento sólo el recuerdo de mi pelo. Intento que mis manos regresen al cristal. La botella se niega, rueda. ¿Cuántos centímetros de lejanía serán los que faltan para alcanzarla de nuevo? La cerveza dibuja una culebra sobre la tierra. El callejón tiene pies, corre. No lo alcanzo. Cuatro, tres metros.

Me la trajeron de la ciudad. Tenía una parilla bajo los cuernos. Un par de diablos en el eje trasero. El Pequeño mi hermano se trepaba detrás. La Angélica mi hermana se aferraba a los cuernos sentada en la parrilla. Mi pelo era el que más volaba. Jugábamos carreras contra los becerros. Uno de ellos metió un cuerno en el pecho de la Angélica mi hermana. El Pequeño mi hermano le dio de garrotazos como castigo. Fueron más los palos contra los tres por la furia de mi padre. A la Angélica mi hermana le hundió un labio. Dicen que por eso nunca se pudo casar. Pero tuvo un hijo, de mi tío José.

En mis uñas está mi piel. No sé de que parte del cuerpo ha salido. La tierra se mezcla con el cuero. Una cuarta de mi mano, dos, es la distancia para alcanzar la botella. Veo cómo se mueve la cerveza adentro, es una ola presa que huele a alcohol.

Dos metros, uno. El callejón me llama. Allí nací. Me bautizaron los del barrio cuando llegué a la ciudad.

Mi padre tenía una bicicleta de albañil, porque de eso trabajó cuando recién llegamos de allá. En ella recorrí los callejones todos. El barrio entero. Los conocía de memoria. Para pedalear de noche sobre la angostura se requería equilibrio, y conocer las curvas.

Pateaba la pelota con todas mis fuerzas. En el campo de futbol sólo tenían cabida los chamacos. Te van a salir huevitos. Me incomodaba el pelo cayendo sobre mis ojos. Lo amarraba con las vaquetas de mis huaraches.

Son centímetros de distancia. Adentro está la respuesta. Allí el recuerdo permanece intacto.

Primero fue lo de los cigarros. Sin darme cuenta luego bailaba con uno, con otro, y otro. Ellos cantaban. Había cerveza, humo, canciones desde una grabadora. Robaban luz del medidor de la casa de doña Ofelia. No podíamos dormir sin saludar al día que llegaba.

Está dentro. Al callejón regresa en estas fechas. No me lo han contado. Lo he visto.

Esta curva que impide unir el pie con la pierna impide también llegar al vientre. Penetrar. Abrazar. Está su voz. Canta. Bailamos una y otra vez. Esa canción salió de su pensamiento. La escribió durante la noche que no despegamos los ojos del cielo. Inventó a un hijo con su nombre.

En el reflejo del cristal está mi lengua. Hundo la cerveza en mi garganta. La culebra sigue dibujada. La culebra se mueve, avanza, crece, se duplica. Son dos, tres. Son más anchas. Están frente a mi vista. Frente a mi vida. Las culebras se vuelven rígidas. Mis manos las aprietan. Intento moverlas. Estrello mi frente en ellas.

Llega el amanecer. Un grito hace girar la perilla de mi pensamiento. El sonido de un reloj se convierte en pasos que se acercan. Los veo vestidos de blanco. Ellos ponen las reglas en este callejón.

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