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Ventana sin cristal

Con la tinta de...

Mario Arturo Ramos y Carlos

Mario Arturo Ramos se congratula por la polémica publicitaria que Jesús Blancornelas hizo para Cien corridos. Alma de la canción mexicana, editado por Océano: “He dicho que gracias a la polémica que él despertó, un cancionero que estaba hecho para estudiosos, coleccionistas, se volvió un Best séller, en ese sentido le estoy muy agradecido”. 

Carlos Sánchez 

Conversa con los muertos. “Porque es conversar con uno mismo”. Hace unos días conversó con su cuate Alonso Vidal, cuyas cenizas moran dentro de un nicho en la capilla del Carmen.

Mario Arturo Ramos es el polémico autor de la antología  de Cien corridos. Alma de la canción mexicana. Viaja desde siempre y tal vez para siempre.  Canciones y poesía son su empleo, y vive de ofrecerlas, ya sea en sus libros, presentaciones, compilaciones o talleres literarios.

Con la mochila al hombro se trepa lo mismo a un avión que un autobús, o de vez en cuando a uno que otro trailer en un aventón.A sus sesenta y tantos años sus pasos son una manecilla de reloj, el tic tac no cesa, “porque cuando lo haga me muero”.

Un día en Tijuana, el siguiente en Hermosillo, para después regresar Reforma H157, en el D.F., donde vive. Y así toda la vida.

Al cuarto para las nueve de un sábado cualquiera, Mario Arturo observa por encima de sus lentes la minifalda de la mesera. En el restaurante del aeropuerto General Ignacio Pesqueira, sorbe café, enciende un Viceroy.

Que hablas mucho le han advertido. Ordenémonos, pues, ha respondido. Y habla porque su pasión es la palabra. 

 --¿Y la literatura? “La posibilidad, el arte, la expresión de lo escrito más importante del ser humano. Y para mí, fundamentalmente una forma de vida: rige mi conducta, mi posición ante la vida, rige mi forma de soñar, y también va a regir mi muerte... 

texto completo en www.lapluma.com.mx

Aire de Caín

Aire de Caín

Alfonso López Corral

 
I
 
Nada nuevo para contar.
Allí está el árbol
su fruto prendido arriba
disperso
oculto en sombríos colores
que delinean su tallo.
Su temporal, en el vientre,
delinea anillos rasos.
No se va el árbol;
su fruto a veces.
Sobre las hojas pulso de leche
rocíos tactos que omiten
febriles venas que huyen.
Es una, las manos,
siente el fruto
segundos antes de caer.
 
II
 
Los árboles no existen de noche                                                                                                         
no obstante
hay quienes
aún entonces buscan su sombra.
 
III
 
En la memoria de las hojas
cruje la quietud
bajo los pasos de un fantasma.
 
Planta el camino el árbol.
Caminan árboles las hojas.
 
Al pie de su sombra
otoñan fantasmas.

Personajes de la vida social y cultural de Sonora

Por: María Eva Tapia Lucero

En los años ochentas, cuando la vida social y cultural de Sonora, era por demás pretenciosa y brillante a la vez, surgieron un gran número de personajes en torno a los suplementos culturales de los periódicos; Sonora se perfilaba en ese entonces como un bastión urbano de gran clase y distinción, aunque sólo durara en la mente de quienes lo vivimos. El principal suplemento era “El Dominical”, liderado por la entonces muy joven periodista Gisela Arriaga Tapia, quien logró juntar a personajes de la sociedad y cultura hermosillense, como lo fueron: Rito Emilio Salazar Ruibal, Cipriano Durazo Robles, María Belén Navarrete de Martínez de Castro, Julieta Carranza de Amante, etc.

Cipriano Durazo era el más joven de todos, lo recordamos con sus sempiternas camisolas negras de Yvest Saint Laurent y sus charlas en torno a sus amistades del Jet Set mexicano, con quien logró compartir el pan y la sal en aquellos tiempos. Las discusiones surgían sobre los grandes libros leídos, y las colecciones de pintura regional de las familias sonorenses que empezaban a dejar su gusto por el Yadró, para coleccionar obras de artistas como Mario Moreno Zazueta, Enrique Rodríguez, Gustavo Ozuna, Héctor Martínez Arteche, Janete Kuri, Ethel Cooke (que en ese entonces pintaba mujeres gorditas), Helga Krebs, y la escultora sueca Monika Ejerhed.

No había muchos cines en esa época como ahora, y los grandes estrenos comerciales se hacían en el Gemelos con dos salas de cine, y las incipientes películas del nuevo cine mexicano en el Cinema Setenta, enfrente de la plaza 16 de septiembre, donde se agolpaban los intelectuales a ver obras de Ripstein, Jaime Humberto Hermosillo, y las muy ochenteras “Mujeres al borde de un ataque de nervios” de Almodóvar, y “Sólo con tu pareja”, con Daniel Jiménez Cacho y Claudia Ramírez, donde se hablaba por vez primera del tema del sida en las relaciones de pareja.

Era un mundo sibarita hermosillense, donde el “nuevo” y único Sanborn’s era la sede del buen café, la charla amena, la revista Casas & Gente, y desde luego los chocolates mexicanos y la perfumería de gran distinción. Todos en realidad creíamos que estábamos muy cerca de ser una gran metrópoli, pero nuestra ingenuidad no importaba, si lo necesario era soñar y pensar en que vendrían tiempos de gran calidad humana, y mucha conciencia social; era el momento del consumismo, reflexionar acerca de las utopías, de las vigencias de la izquierda, de la Perestroika, de la generación Reagan y Bush padre, en medio de la problemática de Irak. Y todo el rollo mediático de la nueva generación de políticos neo-liberales.

Abigael Bohórquez se reencontraba con su estado, y algunos lo veían como el gran gurú de la literatura mexicana del siglo XX. Leo Sandoval hacía visitas guiadas por el Museo de Historia de la Universidad de Sonora, y lo curioso es que lo hacía lo mismo en inglés que en español, mientras en sus ratos de descanso escribía: La Casa de Abelardo, Maty Matzuda y otros relatos que le ha valido tener prestigio en la literatura, y hasta una calle para el rumbo de Pueblitos.

Darío Galaviz iniciaba siempre la polémica con su gran elocuencia y su presencia por demás impactante e interesante a la vez, al igual que el joven bibliotecónomo Carlos Salas Plascencia, quien fue el que motivó el reencuentro de la gente de Hermosillo con sus bibliotecas, las hizo lugares accesibles para todo el mundo, y formó la Sociedad de Bibliotecarios.

La Sociedad Sonorense de Historia se consolidaba cada vez más y la gente culta que llegó a escalar posiciones muy importantes del poder como el Ing. Armando Hopkins Durazo, le dieron gran vitalidad a la casa Uruchurtu, que actualmente luce como la hermana menor del edificio de la Banca Cremi, que por cierto parece estar en venta en nuestros días.

Margarita Oropeza hacía furor con su obra de teatro “A pesar de la lluvia”, donde salía Cynthia del Villar, quien en esas mismas fechas tenía un programa de televisión con el Cacho Bohórquez y se transmitía desde la alberca del hotel Valle Grande.

Existía una revista Veme, que era para niños bien, y donde por cierto Cipriano Durazo también escribía, ya que correspondía a su edad y a su gusto por las cosas buenas. Se estaba consolidando el Festival de Alamos, y Ana Sylvia Laborín Abascal se vestía con trajes de gala muy bellos e incluso mucha gente iba a los estrenos en el teatro municipal de aquella población para ver sus trajes de satín y seda a la Carolina Herrera u Oscar de la Renta, así como las presentaciones de Rito Emilio Salazar y Jorge Martín con su “Clavel del Aire”, en honor a don Alfonso Ortiz Tirado, orgullo de América y de Sonora en general para beneplácito de quienes nacimos aquí.

 

 

Callejón

Callejón


Carlos Sánchez


Veo a lo lejos la entrada del callejón. El tobillo izquierdo está hecho una curva que impide unir el pie con la pierna. Me faltan diez, doce metros.

La cerveza moja mis labios. En el reflejo de la botella están mis ojos. Los veo en el pasado y cuántas miradas atraparon. Mi madre es responsable porque según ella lo dijo a broma, pero fue una sentencia que le salió del alma: Hay Martina, estás condenada para desgraciar vidas, y la tuya de paso.

Tal vez no recuerdo la piel de mi rostro cuando dicen fue bella. Las palabras de mi padre mientras me gritaba en su reclamo, son ahora la historia aprendida que me hace saber lo que fui.

Tuve una cantimplora en la que llevaba agua de moras a mis clases de costura. La abuela siempre supo que es mejor apagar la sed y luego dominar el hambre: Porque si las dos se juntan, ahí sí está canijo aguantar.

Jugar a la bebeleche, deshacer mis trenzas, trepar los eucaliptos, trampear a la carreta en movimiento. Las muñecas permanecieron en el rincón. Ese era juego de niñas. Yo siempre fui una giganta.

En mis uñas se hunde la tierra. Mis ojos continúan en el cristal oscuro de la botella. La cerveza moja mi garganta. Faltan ocho, siete metros. El callejón me convoca con su silencio.

Mi hermano el Pequeño perdió su aliento cuando mi tío José domaba a la dama. Mi hermano el Pequeño no supo que es de hermanos amarse. Mi madre quedó tirada con su aliento seco. Mi tío en su posición de lagartija, levantando su mirada y escondiendo las palabras, miró a mi hermano. Nunca se lo dijo a mi padre. Mi hermano el Pequeño se ha ido con la voz atorada en el pecho.

En el reflejo de la botella están mis labios. Los miro ahora moviéndose para dar ritmo a una canción que nace de mi voz. Semana Santa no era sino el pretexto para treparme al quiosco de la plaza y cantar por unas monedas los corridos que mi primo Aurelio componía.

Que hermosa estuviste Martina. Qué bien moviendo las enaguas. La trenza que bailaba al ritmo de la acordeón.

Luego de los comentarios contábamos las monedas que servían para llenar el ánfora de mezcal y seguir mis padres, hermanos, tíos, con el tono del alcohol en días santos.

Encajo mis uñas en mi cráneo. Siento sólo el recuerdo de mi pelo. Intento que mis manos regresen al cristal. La botella se niega, rueda. ¿Cuántos centímetros de lejanía serán los que faltan para alcanzarla de nuevo? La cerveza dibuja una culebra sobre la tierra. El callejón tiene pies, corre. No lo alcanzo. Cuatro, tres metros.

Me la trajeron de la ciudad. Tenía una parilla bajo los cuernos. Un par de diablos en el eje trasero. El Pequeño mi hermano se trepaba detrás. La Angélica mi hermana se aferraba a los cuernos sentada en la parrilla. Mi pelo era el que más volaba. Jugábamos carreras contra los becerros. Uno de ellos metió un cuerno en el pecho de la Angélica mi hermana. El Pequeño mi hermano le dio de garrotazos como castigo. Fueron más los palos contra los tres por la furia de mi padre. A la Angélica mi hermana le hundió un labio. Dicen que por eso nunca se pudo casar. Pero tuvo un hijo, de mi tío José.

En mis uñas está mi piel. No sé de que parte del cuerpo ha salido. La tierra se mezcla con el cuero. Una cuarta de mi mano, dos, es la distancia para alcanzar la botella. Veo cómo se mueve la cerveza adentro, es una ola presa que huele a alcohol.

Dos metros, uno. El callejón me llama. Allí nací. Me bautizaron los del barrio cuando llegué a la ciudad.

Mi padre tenía una bicicleta de albañil, porque de eso trabajó cuando recién llegamos de allá. En ella recorrí los callejones todos. El barrio entero. Los conocía de memoria. Para pedalear de noche sobre la angostura se requería equilibrio, y conocer las curvas.

Pateaba la pelota con todas mis fuerzas. En el campo de futbol sólo tenían cabida los chamacos. Te van a salir huevitos. Me incomodaba el pelo cayendo sobre mis ojos. Lo amarraba con las vaquetas de mis huaraches.

Son centímetros de distancia. Adentro está la respuesta. Allí el recuerdo permanece intacto.

Primero fue lo de los cigarros. Sin darme cuenta luego bailaba con uno, con otro, y otro. Ellos cantaban. Había cerveza, humo, canciones desde una grabadora. Robaban luz del medidor de la casa de doña Ofelia. No podíamos dormir sin saludar al día que llegaba.

Está dentro. Al callejón regresa en estas fechas. No me lo han contado. Lo he visto.

Esta curva que impide unir el pie con la pierna impide también llegar al vientre. Penetrar. Abrazar. Está su voz. Canta. Bailamos una y otra vez. Esa canción salió de su pensamiento. La escribió durante la noche que no despegamos los ojos del cielo. Inventó a un hijo con su nombre.

En el reflejo del cristal está mi lengua. Hundo la cerveza en mi garganta. La culebra sigue dibujada. La culebra se mueve, avanza, crece, se duplica. Son dos, tres. Son más anchas. Están frente a mi vista. Frente a mi vida. Las culebras se vuelven rígidas. Mis manos las aprietan. Intento moverlas. Estrello mi frente en ellas.

Llega el amanecer. Un grito hace girar la perilla de mi pensamiento. El sonido de un reloj se convierte en pasos que se acercan. Los veo vestidos de blanco. Ellos ponen las reglas en este callejón.